El administrador único de Blue Solving, Adrián Rodríguez Rodríguez, apenas alcanzando la mayoría de edad al constituir la firma, no tenía —ni tiene— experiencia en investigación minera. Ninguna. No ha trabajado, ni estudiado, ni dirigido nunca una campaña técnica de esa índole

El libre mercado es una de las grandes conquistas de la civilización: competencia, innovación, eficiencia. Pero sin regulaciones inteligentes y aplicadas con rigor, no hay libertad, hay jungla. Y cuando esa jungla se extiende bajo tierra, entre gases inflamables y túneles agrietados, lo que florece no es la riqueza, sino la muerte.
Empresas de papel, permisos de pega
La reciente explosión de grisú en la mina de Cerredo, que se cobró cinco vidas y dejó varios heridos, ha destapado un pozo de irregularidades donde convergen el oportunismo empresarial, la ceguera administrativa y la falta de respeto por el riesgo real. El epicentro tiene nombre: Blue Solving, una empresa nacida en 2022 con 3.000 euros y domiciliada, atención, en la propia mina.
Su administrador único, Adrián Rodríguez Rodríguez, apenas alcanzando la mayoría de edad al constituir la firma, no tenía —ni tiene— experiencia en investigación minera. Ninguna. No ha trabajado, ni estudiado, ni dirigido nunca una campaña técnica de esa índole. Antes de firmar permisos y gestionar galerías, su currículum estaba tan vacío de solvencia como la mina lo estaba de ventilación. Y, por si fuera poco, su padre —conocido en los bajos fondos del empresariado local— arrastraba un historial de quiebras, sociedades pantalla y rumores que huelen a queroseno. El Principado, en lugar de desconfiar, le extendió la alfombra.
Del permiso al precipicio
El truco fue simple: pedir un permiso de “investigación complementaria” —una figura legal tan laxa como letal— para operar sin los estándares exigidos a una explotación real. Así, la mina cerrada se convirtió de nuevo en cantera clandestina. Sin los controles, sin la ventilación adecuada, sin un plan de emergencia que mereciera tal nombre. El grisú lo hizo visible: cuando todo falló, fue el gas quien firmó la auditoría.
La administración regional miró, sí. Pero no vio. O no quiso ver. Las inspecciones no detectaron nada. Las denuncias vecinales se archivaron sin leer. La Consejería de Transición Ecológica otorgó el permiso sin exigir solvencia técnica, sin verificar medios, sin entender —o sin importarles— que no se investiga el subsuelo con una pala, un casco y un PowerPoint.
Y por si no bastara con el desastre, el PSOE, en plena tormenta, baraja ahora limitar la investigación únicamente al caso de Cerredo. Ni un vistazo al resto de permisos, ni una auditoría general de lo que se ha venido concediendo en los últimos años. Se trata, claramente, de ocultar a los asturianos los más que seguros fallos escandalosos que anidan en otros expedientes. Bajar la persiana, fingir sorpresa, buscar un cabeza de turco y seguir como si aquí no se hubiese enterrado a cinco hombres.
Sobrerregulan lo irrelevante, abandonan lo esencial
Esto no es solo una tragedia minera. Es una metáfora exacta del Estado español. Un aparato que vigila con lupa si rotulas un cartel en masculino, si das una bolsa de plástico, si usas una expresión incorrecta. Sobrerregulan la vida del ciudadano con una fiebre normativa ridícula y sectaria. Pero cuando hay que vigilar una mina —una mina, carajo, con vidas debajo— se desentienden.
Faltó control, faltó criterio, faltó carácter. Sobró incompetencia. Y como siempre en este país de excusas, nadie dimite. Nadie responde. Nadie asume.
Cerredo no reventó solo por gas. Reventó por la combinación letal de empresas fantasma, políticos de cartón y una administración que legisla donde no debe y calla donde no puede. Y el grisú, que no entiende de ideología, lo cobró en sangre.